4 de marzo de 2009
LUCES 6
Lenta pero sin pausa, tras una aparente normalidad, la doca de Alcantara va dejando paso a una explanada donde en un breve futuro se alzarán edificios inimaginables de contenedores. Quizás oculten la virtual línea del horizonte que perpetra ese mecano gigante, el puente 25 de Abril. Allí por donde ciertas tardes de otoño he visto caer el sol desde el jardín del Museo Nacional de Arte Antiga (MNAA). Hubo firmas para parar la burrada pero la demoledora excavadora trabaja sin descanso. Todo tiene su fin, incluso esos emocionantes, devastadores, épicos y efímeros ocasos.
Renato Martins viste de traje negro con corbata rosa pálido que remata con nudo ancho. Es un lunes donde nada toca celebrar. Todo lo contrario. Asisto, pues, a una escena en el que el cruce de manos es un catalogo de estados de ánimo. Nerviosas, sudorosas, templadas, preocupadas, novedosas, expectantes. El cambio de mes ha dejado al descubierto toda una insurrección interna, traiciones, cruce de sables, miradas y comentarios de todo tipo. Todas las luces y penumbras humanas en un universo tan aparentemente pequeño y hastiado como el oficio de portero. Por eso, Renato Martins a sus 62 años, cuando creía que lo había visto todo, asiste con sus mejores galas a la farsa. Él lo sabe. Mientras se toma un moscatel de un trago me dice: no quiero que me vean como a un simple portero, soy una persona. Durante todo el día ha sido el más elegante, el mejor vestido, el más digno de la rua Poço dos Negros.
Tarde pero a tiempo decidí entrar no hace mucho en la Cinemateca Portuguesa. Todo su envoltorio tiene aires de cine, se respira cine de otros tiempos pero está puesto al día, claro está. Qué sensación más agradable recuperar esos comienzos de las películas con sus cortinas de la R.K.O, la Paramount o la MGM en blanco y negro sobre un salpicado de cabezas silueteadas en la inmensidad de una sala oscura. O las historias mismas allí vertidas en su formato original. El placer de sentir algo ya fuera de lo terrestre. Al salir, siempre ese bocado lumínico y de postal de la rua Mouzinho da Silveira bajo el arco de neón, iluminada como para una secuencia de gánsters en automóvil. De ahí, después del guiño, vuelvo para casa en medio de la noche por esas calles herméticas al paso del tiempo con una sonrisa boba que no sé cómo quitar.
[Hoy hubiera cumplido mi padre 92 años. Seguro que es una buena luz allí donde esté.]
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