Mesina olisquea con mucho interés el codo del hombre, pues es muy posible que ese codo haya rozado sin querer algo que le recuerde a comida. La sonrisa es amplia, de reconocimiento, hacia un ser que reconforta la mirada, así que el felino lo agradecerá al poco, pasando su cola ante la pernera de alguno, para secrecionar con un efluvio la dispensa animosa de afecto. Es muy posible que para entonces haya bajado la guardia, pero se mantendrá esbelta, brillando, barnizada, parecida a un abrigo de jineta. Alguien desde el umbral dice entonces que va a la cocina. La gata se adhiere al trote ante la posibilidad de que pueda conseguir algo, pero enseguida se da cuenta que se ha vuelto invisible. El ir y venir por el piso ajedrezado lo observa desde un lateral de la nevera. Cuando el hombre ya ha completado lo que buscaba, justo en ese instante, nota una leve pero contundente resistencia en su empeine. La gata ha colocado allí su pata, ligera, perfecta y limpia; no te vayas aún, estoy aquí, parece decirle sin mirarle. Con un gesto amargo, de confusión, mueve el pie para zafarse pero la presión es la misma o aún mayor. La pata parece pegada al zapato, así que se deshace de ella con un movimiento corto, girando el tobillo. Ya estoy de nuevo, dice para tranquilizar un poco el ánimo, porque hay algo en todo eso, ya por el pasillo, que le inquieta, que no dejará de hacerlo en mucho tiempo.
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