22 de octubre de 2007

LE MELÓN

Hay quien me dice melón. ¿Cómo estás? melón. Y yo suelo aportar, pues este melón está bien. Pensando un poco, lo de ser un melón me limita absolutamente por los puntos cardinales y meridiánicos, si existe esta palabra. Porque la expectativa que da este fruto es que se juega todo a una carta. Se abre y se toca el olimpo o se abre y se cierran los intestinos, lo que toque. No hay más, aunque tampoco esté del todo mal porque así veo un poco la vida. Quizás, la posibilidad de ser melón -si fuésemos fruta-, es la que mas intriga y desasosiegos incita, al menos para mí. De ser uva, por ejemplo, como se ingiere de un solo bocado, su ingesta no admite más que un pequeño instante de duda a que pueda defraudarnos. Una grosella puede alargar ese mínimo momento si se hace la agria. Un albaricoque puede amargar la expectativa de vez en cuando, pero lo dejas madurar y casi siempre, el almíbar que incuba no sé donde lo hace más o menos gozoso, salvo que haya abusado de frigorífico. Pero un melón, habla y observa todo desde su posición destacada en el frutero. Espera el momento como un toro lo hace en la corraleta de una plaza de lidia. Gustatívamente hablando -si está a su justa temperatura-, la faena puede ser memorable en esa comunión olfativa y jugos bucales. Es ese preciso momento de entrar a matar la rebanada del fruto, cuando las hileras de dientes rasgan su blanca y perfumada superficie, donde el jugo encauza los laterales enredando los restos hacía su viaje final, allí, en las comisuras infernales de la lengua. Un placer poco parejo a nada, pero en esta asociación fruto animal hay una diferencia abismal y decisoria, y es que, en contadas ocasiones, el toro puede ser indultado pero el melón no. No hay que preocuparse, este melón está bien.

2 comentarios:

anacrónico forense dijo...

A propósito...
La cama le ha esperado vacía,
como un estómago desasistido en la noche.
Trémula y meditabunda.
Creyó verle llegar en la estela de una nube
apátrida en la incesante lucha de poderes atmosféricos,
pero tan sólo fue un fuego fatuo del deseo.
Su cuerpo no hacía propósito de asomo por ninguna parte:
clandestinas sus huellas en el firme,
ausentes los avisos de su demora,
un grado de desajuste más el de los rizos de la almohada
en el desabrigado abandono...
Dieron las tres en el reloj de la catedral.
Estallaron las tres en el cielo como un infanticidio.
Metálicas las campanadas como aullidos sin fe.
Dormían a esa hora los inocentes, los paria de este mundo
y los hombres y mujeres de friso contenido.
Poco a poco, los cristales de las ventanas que albergaron alguna presencia
pasada comenzaron a empañarse.
Se notaba tanto su afilada ausencia que en su balcón,
a eso de las cuatro y media, una legión de palomas
comenzó a llegar en una inconfundible procesión de agonías.

Hay palabras cuya vida expira cuando comienzan a valerse de un cuerpo.
De otro distinto. Dan paso a los hechos. A los besos. A las caricias. Al consuelo.
Y yo te esperaba en el sillón de escay,
desconchado y feo. En el último sustento a esas horas de mi presencia.

Anónimo dijo...

Si se cree esta lluvia incesante que podrá borrar tu huella de camino a la luz, va lista. Te sabes de memoria el cuento de Hansel y Gretel y no utilizarías migas de pan que, por otra parte, sabes que están reservadas a mis gorriones. No. Tú estás dejando –estoy segura- un reguero impermeable, incandescente, de memoria de instantes que, por la noche, se transforman en luciérnagas risueñas y ruidosas que asustan a los viajantes de comercio y dejan, para los viajeros de la vida, un rastro indeleble hasta un bajo en lo alto de la ciudad blanca.